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Colmillo Blanco
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Colmillo Blanco
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Colmillo Blanco
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PRIMERA PARTE
LO SALVAJE
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Colmillo Blanco
Jack London
I
La pista de la carne
A u n l a d o y a o t r o d e l h e l a d o c a u c e d e erguía un oscuro bosque de abetos de
ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo
que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos,
parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en
toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento,
tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la
tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las
tristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con
algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad
riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto,
aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.
Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la
pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien
lobos. La escarcha cubría un hirsuto* pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto
salía de su boca, era despedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en
donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jaeces* de cuerpo, como tirantes, que los
mantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria*, había sido
construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie
inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba,
a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso.
Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Había
también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que
ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la caja
estrecha y larga, de forma rectangular.
Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve,
avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un
tercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje
desierto, un vencido que no se movería ni lucharía ya más, aplastado, aniquilado por él.
Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida
es movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia
el mar; les roba la savia a los árboles - hasta helarles el potente corazón; y con mayor
ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Al
hombre, que es lo más inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente en
contra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesación del mismo.
Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, indomables, caminaban
trabajosamente los dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos
cubrían sus cuerpos. Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de hielo,
producidos por su helada respiración, que era imposible distinguirles la cara. Esto les
daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de espectros en
el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban
en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y silencio; aventureros novatos
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enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mundo
poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del
espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para mantener las funciones del
cuerpo. Por todos lados reinaba el silencio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su
mente como las innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las
aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensión
sin fin, de inexorables fallos. Los anonadaba hasta reducirlos al último rincón de su
mente, prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el
falso ardor, la exaltación y las indebidas presunciones del alma humana; hasta lograr que
se sintieran muy limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unos átomos,
moviéndose con débil maña y escasa discreción en el drama externo e interno de los
ciegos y enormes elementos y fuerzas naturales. Pasó una hora y luego otra. Menguaba,
cada vez más rápidamente, la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio del aire
en reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con rápido impulso hasta
llegar a la nota más alta, donde se afirmó vibrante para ir bajando después lentamente
hasta dejar de oírse. Aquello hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no
haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta vehemencia. El hombre que iba
al frente del trineo volvió la cabeza y cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima
de la estrecha caja rectangular, ambos cambiaron una señal de asentimiento.
Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el aire perforando aquel
silencio con la sutil penetración de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde
partía el sonido. Venía de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que acababan
de atravesar. Un tercer grito, contestación a los anteriores, resonó también en la misma
dirección, pero más a la izquierda del segundo.
-Nos persiguen, Bill -dijo el hombre que iba delante del vehículo.
Su voz sonó ronca, como algo que no parecía humano, y era evidente el esfuerzo que
realizó para hablar.
-La carne escasea -contestó su compañero-. Desde hace días no he visto ni un rastro
de conejo.
No dijeron nada más, aunque siguieron con el oído atento a los gritos de caza que
continuaban resonando allá lejos, a su espalda.
Como había oscurecido ya por completo, desviaron los perros hacia un grupo de
abetos al borde del cauce, y allí acamparon. El ataúd, colocado junto al fuego, servía de
asiento y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera, gruñían y se
peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de perderse entre la oscuridad.
-Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de que se hayan quedado tan
cerca de nosotros -comentó Bill.
Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la cafetera con un pedazo de hielo,
asintió con la cabeza. No añadió una palabra hasta que se sentó sobre el ataúd y empezó
a comer.
-Saben que si se apartan, pueden acabar sin su pellejo -contestó entonces-. Prefieren
comer de lo nuestro a ser comidos. Ya saben ellos lo que hacen, ya.
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